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miércoles, 14 de octubre de 2020

EL DÍA DEL EUFEMISMO

Dice la RAE que un eufemismo es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Tomando en cuenta esta definición, tal vez el 12 de octubre debería ser rebautizado como el “Día del Eufemismo”, porque llamarlo por su nombre, al parecer, es todavía, cinco siglos después, demasiado duro o malsonante para algunos. Y es que nada o casi nada de lo que se hace, se dice y se conmemora este día, guarda un mínimo de consideración semántica con la efeméride a la que alude. Todo es suavidad y decoro formal, o lo que es lo mismo, ausencia de rigor, de dignidad y de respeto.  

El “Día de la Hispanidad”, nombre que recibe en España la jornada en la que se conmemora el desembarco de Cristóbal Colón en Guanahuaní (Bahamas), el 12 de octubre de 1492, bien podría denominarse el “Día de la Conquista de América”, el “Día de la Expansión Imperialista”, el “Día de la Cruzada Cristiana” o, directamente, el “Día del Genocidio”, por aquello de economizar palabras. La visión etnocentrista de los hechos, tan propia de occidente, explica su actual designación.

Lo que se entiende menos, en el caso particular de España, que el pasado lunes volvió a sacar brillo a sus banderas y a algunas de sus desteñidas instituciones para vestirse de fiesta, es la liturgia de la ceremonia, la forma de celebrar. Todo ese protocolo de tanques y aeronaves. Cuesta entender el sentido de semejante despliegue militar para honrar una fecha que conmemora, presuntamente, el diálogo entre culturas. Sacar a las fuerzas armadas a la calle, organizar un solemne desfile militar y acompañarlo de acrobacias aéreas, no se antoja, a simple vista, la manera más coherente de festejar un hermanamiento.

Igualmente curioso -por no decir casi delirante- es el nombre que recibe dicha festividad en algunos países latinoamericanos. El “Día de la Raza” es el más extendido de todos. Así llaman al 12 de octubre -formal o informalmente y con algunas variaciones- en Chile, Colombia, Costa Rica, México, Honduras o El Salvador. Así se llamaba también en la España franquista. Pero lo verdaderamente delirante no es el nombre en sí mismo -de un supremacismo difícil de enmascarar- sino la alusión a un concepto, el de raza, que además de suponer una auténtica aberración biogenéticamente hablando, fue el utilizado precisamente por los colonos para justificar su invasión. “El Día del Respeto a la Diversidad Cultural” (Argentina); el “Día de la interculturalidad y la plurinacionalidad” (Ecuador); el “Día de la resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua); el “Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural” (Perú); o el “Día de la Resistencia Indígena” (Venezuela) sí que parecen querer reivindicar al bando oprimido. Me imagino que hay tantas denominaciones posibles para la fecha como maneras de interpretar la historia. O de querer edulcorarla.

Pero resulta difícil, muy difícil, edulcorar, si se tiene un poco de perspectiva, un mínimo de sentido crítico, lo sucedido en el continente americano durante más de cuatro siglos. Hace falta mucho azúcar para tragarse la historia de la expansión cultural, del progreso, de la lengua, de la fe cristiana, de los animales de carga, la rueda, el papel o la pólvora (sobre todo la pólvora). Hace falta mucho azúcar para que sepan bien 60, 70 u 80 millones de muertos, según la fuente. Para poder digerirlos. Es necesario hacer una lectura muy sesgada, muy parcial de los acontecimientos, para quedarse con que las Leyes de Burgos (1512) humanizaban la figura de los esclavos, les reservaban ciertas libertades y podrían ser consideradas, como afirman todavía algunos expertos, precursoras del ordenamiento internacional en materia de derechos humanos. Es sesgado porque significa obviar todo lo otro; la encomienda, el requerimiento, los visitadores. Todas esas instituciones creadas en el continente para obligar a las personas, ya esclavizadas, a abrazar la religión bajo amenaza de muerte. Porque los todavía rebeldes, los todavía pecadores, los todavía infieles, sí que podían ser exterminados por derecho. “Guerra justa”, le llamaban en ese tiempo. Aunque lo que estaban cometiendo, en realidad, de manera también pionera, era un genocidio, es decir, “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Llamarlo hoy de otra manera implica necesariamente utilizar otro eufemismo.

Volviendo al 12 de octubre, es decir, a la conmemoración anual de la efeméride, no puedo evitar acordarme de todos esos eufemismos que siguen vigentes hoy en día y que tienen su origen, de una manera u otra, en la llamada “conquista” o “descubrimiento” de América. En Chile, por ejemplo, hay quienes continúan refiriéndose a España como la madre patria, aunque dudo mucho que tal designación tenga algo que ver, a estas alturas, con su poder reproductivo. Supongo que atiende más bien a su capacidad de influencia, de control. Cómo explicar si no que 528 años después de desembarcar en el continente y expoliar sus recursos naturales, servicios e infraestructuras básicas como el agua, las carreteras o el sistema de transporte sigan estando hoy en manos de multinacionales españolas.

Porque esa es también una herencia colonial, perfectamente visible a lo largo y ancho de América Latina. Esa huella indeleble de quienes nunca llegaron a marcharse; de quienes volvieron, pasado un tiempo, para derrapar por las autopistas recién inauguradas del neoliberalismo; o de los que se fueron dejando escrito en un papel, antes de irse, un número de cuenta y un domicilio fiscal. Porque en Chile, en este Chile, pero también en México, Perú, Argentina, Colombia y tantas otras ex colonias de ultramar, la madre patria, la infanticida madre patria, rejuvenecida hoy, europeizada, inflada de botox y de Ibex 35, no ha dejado nunca de ejercer su tutela.

El mal llamado conflicto mapuche, es decir, la reivindicación por parte de las comunidades y los pueblos originarios de la región de su espacio de identidad cultural y de sus tierras ancestrales, es también una extensión, una prolongación y una consecuencia directa de aquellos siglos de dominio. La estigmatización y la persecución que padecen hunde sus raíces también en aquella época. Porque la existencia de esa madre patria anula toda posibilidad de construcción de una identidad y una cultura propias. Y segrega. También segrega. Afirmaciones del tipo: “Yo no soy descendiente de mapuches, soy descendiente de europeos”, tan comunes y repetidas en las calles chilenas, son, en mi opinión, altamente peligrosas. Porque es muy dañina y muy injusta esa concepción de los hechos. Porque declararse con orgullo hijo único de la colonización implica también, de alguna manera, negar el genocidio. Y el negacionismo suele ser un mal aliado del progreso. Lo explicaba muy bien Eduardo Galeano: “La guerra vecinal es una especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: 'Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca vas a ser capaz'. La condena de ser espectadores de la historia hecha por otros”. Una historia que regresa cada 12 de octubre, cada vez más romantizada, más neutral y más aséptica. Cada vez con más espectadores excluidos del juego.  


miércoles, 7 de octubre de 2020

TODOS LOS DÍAS ES OCTUBRE

No pudieron elegir un lugar más representativo para intentar matarlo. No pudieron escoger un enclave más simbólico que el puente Pío Nono, esa lengua de cemento que comunica el barrio Bellavista con la rebautizada Plaza Dignidad, bastión de todas las protestas durante el estallido social. No pudieron seleccionar tampoco un escenario de fondo más expresivo que ese río Mapocho que es mucho más metáfora que río; ni un marco temporal más paradigmático que octubre. Aunque hace tiempo ya que en Chile siempre es octubre.

Sucedió el pasado viernes, durante el transcurso de una de esas protestas que son el pan de cada día en Santiago desde hace 12 meses, y en las que se protesta, precisamente, porque no falte el pan cada día sobre la mesa. Un manifestante de 16 años fue empujado por un carabinero al río Mapocho desde la cornisa del puente, situada a unos ocho metros de altura. Lo vieron todos. Se fracturó las muñecas y sufrió un severo traumatismo craneoencefálico que a punto estuvo de costarle la vida. La brigada de las fuerzas especiales desplegada en el lugar se negó a prestarle auxilio. Las aguas del Mapocho, ese río embravecido y poco profundo; esa cicatriz de agua; esa vena abierta que recorre toda la ciudad dividiendo y segregando, seleccionando y clasificando a sus habitantes; se tiñeron entonces de rojo con la sangre de un adolescente, de un niño al que los funcionarios públicos encargados de su protección intentaron matar primero y dejaron morir más tarde.

Pero no murió. Anthony Araya no murió porque otros lo salvaron. Lo recogieron del lecho del río, donde yacía inconsciente y bocabajo, y lo trasladaron a la clínica Santa María, el centro hospitalario en el que días más tarde los agentes del orden volvieron a cargar contra sus familiares y amigos, allí concentrados, y donde hoy se recupera de sus graves lesiones en calidad de detenido. No de víctima. De detenido. Detenido, tal vez, porque la versión oficial de Carabineros continúa insistiendo -pese a la incontestable evidencia de las imágenes- en la existencia de un forcejeo previo que jamás llegó a producirse. O porque tras revisar esas mismas evidencias, los principales medios de comunicación del país prefirieron contar la historia a su manera disfrazando de “caída involuntaria” un intento de homicidio frustrado. Y es que Anthony Araya no se tiró al río, lo tiraron. No se precipitó desde lo alto del puente, lo empujaron. No estuvo a punto de morir, sino muy cerca de ser asesinado.

En diciembre del año pasado, el mismo gobierno que hoy investiga a Araya en régimen de detenido, no dudó en presentar una querella criminal contra dos manifestantes acusados de lanzar al río, en pleno estallido social y desde el puente Pío Nono, una motocicleta de Carabineros. Era el mismo río. Exactamente el mismo puente. Pero era una motocicleta y no un niño de 16 años. Cuesta entender esa doble moral, descifrar ese doble rasero. Cuesta aceptar que pueda existir un sistema en el que valga menos la vida de una persona que un amasijo de hierros.

Así comenzó octubre, este octubre, en aquel lado del océano. Como si fuera todavía octubre del año pasado, como si no hubiera cambiado nada, como si no hubiera pasado el tiempo. Siempre he tenido la impresión de que en Chile no han sabido hacerse bien las cuentas de la historia. Y por eso el resultado nunca cuadra. No puede dar exacto. Siempre hay algún número colgando, alguna cifra en la operación que arrastras, que te llevas y que al final acaba volviendo. Por eso hoy se ha vuelto a luchar por lo mismo por lo que se luchaba antes. Las mismas libertades y los mismos derechos. Y por eso esta violencia, esta brutalidad policial, estatal, sistemática y sistémica, recuerda tanto a la de aquellos años de dictadura. Porque el pasado, en un país que no ha encontrado aún reparación ni justicia, es como un boomerang; siempre vuelve.

Y es precisamente también por eso que resulta imposible interpretar o tratar de entender este nuevo estallido social, este nuevo octubre chileno, desligándolo de ese otro octubre de hace 12 meses. Porque hay sangre en el río y las heridas siguen abiertas. Porque según los datos del Ministerio de Salud de Chile, más de 13.000 personas resultaron heridas el año pasado durante los dos primeros meses de protestas. Porque se registraron en la Fiscalía más de 2.500 denuncias por violaciones de los derechos humanos, de las cuales al menos 1.500 guardaban relación con algún tipo de tortura o trato degradante, y más de un centenar denunciaban algún delito de carácter sexual protagonizado por funcionarios públicos. Porque murieron al menos 31 personas. Porque según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se empleó en Chile durante dicho período contra los manifestantes “armamento de uso militar y munición real potencialmente letal de manera injustificada, generalizada e indiscriminada, apuntando en ocasiones a la cabeza”. Porque se registraron más de 350 casos de traumas y lesiones oculares como consecuencia de esos disparos. Porque de acuerdo a la información recogida en el último informe de Amnistía Internacional para América Latina y el Caribe, durante los meses que duró el estallido social se atropelló a manifestantes, se empleó la violencia contra personas ya detenidas, se hizo un uso excesivo de los gases lacrimógenos, se suspendieron derechos y libertades básicas con la declaración del Estado de Emergencia y quedó probado el ejercicio, por parte de las fuerzas del orden, de actos de “represión policial, tortura y detenciones masivas”.

Todo eso ocurrió hace menos de un año, mientras las chilenas y los chilenos protestaban en la calle por la subida en el precio del transporte público, por la privatización del agua, la salud, la educación o las pensiones, por la precariedad laboral, por la ausencia de cualquier política de paridad de género o por la estigmatización y criminalización sistemática de los pueblos indígenas, entre otras cuestiones. Fue en octubre, antes de conquistar en las calles la celebración de un Plebiscito para reformar la constitución, que se llevará a cabo finalmente el próximo día 25. Antes de que la pandemia del Coronavirus sofocase la revolución, se cobrase la vida de más de 13.000 personas y pusiese al descubierto todas esas flaquezas del sistema que los manifestantes denunciaban. Antes de que Anthony Araya fuera lanzado al río por un agente uniformado.

Es por eso que esta revolución que hoy prosigue y avanza con ánimo renovado es, en realidad, aquella misma revolución del octubre pasado. Una revolución enorme que reclama, en realidad, condiciones mínimas, que no demanda nada ilógico ni irrealizable. Porque la revolución, a fin de cuentas, no suele versar casi nunca sobre conseguir algo más, sino sobre recuperar algo que faltaba. La revolución chilena cumple este mes un año en marcha y tiene rostro de niño. Y de mujer. Y de mapuche. Hace tiempo que en Chile todos los días es octubre.


miércoles, 30 de septiembre de 2020

CARTA A UN POLICÍA

Ha pasado casi una semana desde que te vi por televisión, desempeñando tus funciones de trabajo frente a la Asamblea de Madrid, en el distrito de Puente de Vallecas. Demasiado tiempo para un policía, que cada día presta un servicio, que patrulla sin descanso las calles de la ciudad para cumplir con su honorable misión de proteger a la ciudadanía. Han transcurrido ya seis días, pero seguro que sabes de lo que te hablo. Me imagino que puedo tutearte. Ya lo estoy haciendo, pero ¿cómo dirigirme si no a alguien que vela a diario por mi seguridad, mi libertad y mis derechos?

Eran las siete y pico de la tarde y habías acudido a Vallecas a disolver una concentración de vecinos que protestaban contra los confinamientos selectivos de los barrios del sur y los recortes en materia de sanidad. No había demasiada gente. Tal vez 300 ó 500 personas, es difícil saberlo. Me imagino que a pie de calle, en primera línea, las aglomeraciones deben parecer siempre inmensas. Hay que estar en tu pellejo. La protesta, al menos por televisión, parecía pacífica, pero acabasteis interviniendo. Detuvisteis a cuatro tipos y les disteis un buen correctivo. Yo no pude apreciar en las imágenes provocación alguna, pero qué sabré yo de provocaciones. Los agentes del orden estáis ahí para protegernos. Seguro que os provocaron.

Lo que se veía en las imágenes es que esas personas estaban entonando algunos cánticos en grupo. Demandaban refuerzos en las plantillas de atención primaria, contratación de rastreadores y cosas por el estilo. Nimiedades. También se quejaban porque su distrito, ese distrito en el que estabais, formaba parte del territorio confinado arbitrariamente por el gobierno regional para contener el avance de la pandemia. Parecía una manifestación oportuna, coherente, pero me imagino que no lo era. ¿A quién se le podría haber ocurrido que aquel era un buen momento para salir a la calle a protestar? La concentración comportaba un riesgo extraordinario, por eso estabais vosotros allí, desde antes incluso de que comenzara, flanqueados por varias ambulancias del Samur, adelantándoos a los acontecimientos. Actuasteis con determinación, como siempre, porque eso, y no otra cosa, es lo que se espera de vosotros. Los motivos de la protesta eran lo de menos. Esa es una información secundaria, que no necesitáis manejar ni comprender para llevar a cabo vuestra tarea. Lo único que verdaderamente necesitabas tú aquella tarde era desahogarte, liberar endorfinas. Y quiero creer que lo hiciste. Que después de aquella exhibición te sentiste un poco mejor. Más reconfortado, más vivo, más policía.

O tal vez no, porque cuando un grupo de jóvenes se acercó horas más tarde a la comisaría para preguntar por sus amigos detenidos, otra vez tuviste que intervenir. Todavía no te encontrabas del todo bien, lo suficientemente realizado, y por eso decidiste hacer un par de horas extra. Convocaste a un grupo de compañeros y, en fin, sacasteis adelante la tarea. A uno de los chicos no solo le propinasteis una paliza terrible, también lo humillasteis. Era menor de edad, por cierto, pero tampoco eso necesitabas saberlo. ¿Cómo ibas a saberlo si se comportaba como un adulto, si caminaba como un adulto, si preguntaba si sus amigos estaban bien como un adulto? Me gusta pensar que después de tu segundo servicio del día, sí que notaste ese desahogo. Y que pudiste volver a casa más sereno.

Puede que de camino a casa (no es lo más probable, pero quién sabe), te diera por hacer un poco de memoria. Y recordases fugazmente (aunque la memoria no es uno de tus fuertes, claro) alguna de tus últimas intervenciones del año. Porque es posible que en ese ejercicio, como parte de ese recuento rápido, regresase a tu cabeza la imagen del día en que tus colegas y tú visitasteis el barrio de Salamanca. Está un poco más al norte y no parece en realidad un barrio. Sucedió hace cinco meses, en mayo. Te hablo de aquel día porque aquel día, en pleno Estado de Alarma, cuando las restricciones eran mucho más severas y no se podía salir sin justificación a la calle, no encontrasteis ninguna amenaza contra el orden público ni intuisteis ningún riesgo para la salud en la concentración ciudadana que allí se llevó a cabo. Muchos de los manifestantes no llevaban puesta la mascarilla, pero iban envueltos en banderas de España. Como en las verbenas. Como en las corridas de toros. Como las que cuelgan en cada uno de los rincones de vuestros centros de trabajo. Seguro que te acuerdas porque también salió en la tele. Y porque era probablemente la primera vez que teníais que acudir en grupo al barrio de Salamanca.

Te hablo de aquel día porque aquel día, a diferencia de este otro, no necesitasteis actuar. Ni para destrozarle la cara a algún joven despistado, ni para cabecear con vuestro casco futurista el rostro de un adolescente, ni para apalear en el suelo a ningún manifestante, ni para disparar vuestras absurdas pelotitas de goma al aire. Y fue una suerte, pensándolo bien, que no tuvierais que hacerlo, pues no llevabais puesto ni siquiera aquel día vuestro traje de combate, de soldadito de plomo, de perro de presa del Estado. Llevabais incluso vuestro número de identificación a la vista, ¿te acuerdas ahora? Quizás no recuerdes aquella intervención como una intervención real porque en realidad no intervinisteis. No hicisteis nada. Tal vez te contagiaste (en sentido figurado, claro) de todo aquel clima festivo, y en fin, ya lo olvidaste. Cómo culparte por algo así. No puedes estar en todo ni en todas partes.

Si te hablo hoy de aquella tarde es simplemente porque las personas con las que compartiste la velada vespertina en Núñez de Balboa no estaban llevando a cabo una protesta coherente, constructiva, sino reclamando un capricho, un privilegio. No pedían mejoras en el sistema de salud público, ni se habían visto afectados por una decisión selectiva o arbitraria. Aquella sí que era una manifestación antisistema, pero claro, no te percataste. Tu comportamiento aquella jornada, que se saldó sin heridos, detenidos, ni hospitalizados; tu condescendencia, tu complicidad, tu apatía; no solo supuso una negligencia en el desarrollo de tus funciones públicas y remuneradas, sino que además puso en riesgo al resto de ciudadanos. Aquello sí que fue inoportuno. Y aunque abundaban los palos de golf, tampoco había partido. Tal vez no lo sabías. No pasa nada. Un lapsus lo tiene cualquiera. No es parte de tu trabajo estar informado.

Quizás fueron las demandas de los manifestantes, tan legítimas y pertinentes, tan importantes, las que motivaron vuestra inacción, las que ablandaron vuestro carácter. Porque aquellas personas estaban reclamando un derecho fundamental e impostergable, el derecho de ir a misa. ¿Quién podría negar, en pleno confinamiento, a un ciudadano que se supone que debe estar también confinado, semejante derecho? ¿Cómo se puede limitar el ejercicio de su libertad en ese caso? Se trataba sin duda de un clamor urgente, sensato. El pasado jueves, en cambio, en Vallecas, los manifestantes fueron menos razonables. Pedían quimeras. Se autoproclamaban antifascistas. Levantaban sus manos al aire. Y por ahí ya no pasaste. Se te hinchó la vena del cuello, se te aceleró el ritmo cardíaco y, en fin, actuaste. Quizás se te fue un poco de las manos, pero no importa. Son gajes del oficio. Te estaban provocando.

Me imagino que cuando recibas esta carta estarás en casa, al calor del hogar, rodeado de la gente que te quiere. No debe ser fácil volver a casa después de un día como el del jueves. No debe ser fácil mirar a los ojos a tu mujer y ver en su rostro el rostro de esa otra mujer a la que desfiguraste de un golpe en la cara. Acostar a tu hijo y ver en su gesto la mueca tumefacta del chaval de 17 años al que propinaste una brutal paliza hasta dejarle el cuerpo roto. Porque él también tiene un padre que se gana la vida como tú, haciendo su trabajo lo que mejor que sabe. No debe ser fácil lidiar con eso y es lógico que no lo sea. Pero si tienes la inmensa suerte de poder hacerlo, si todavía es sencillo para ti vivir así, con todo eso, tranquilo, ya dejará de serlo. Porque el protocolo de actuación policial (si es que lo hay, si es que alguna vez lo hubo) no contemplaba -estoy seguro- desfigurar la cara de nadie ni partirle literalmente los huesos. Los abusos de poder no suelen aparecer en los protocolos. Ni prosperar en los tribunales. Pero tampoco te pagan por leer, después de todo.

Si alguna noche de estas que están por venir tienes una mala noche, si recaes (aunque sé de sobra que los tipos como tú están hechos para aguantar y no para quebrarse) puedes consolarte, tal vez, con la experiencia de otros colegas, de otros policías nacionales y extranjeros. Quizás te alivie saber que tus compañeros que reprimieron brutalmente a la ciudadanía en Cataluña hace tres años, con motivo de la celebración del referéndum, están acusados de haber hecho un uso excesivo e injustificado de la fuerza. Que en Estados Unidos asfixian hasta la muerte con la rodilla a los detenidos o les disparan directamente por la espalda. Que en Colombia se les va la mano con las armas Taser y fríen en el suelo, hasta que dejan de respirar, a los presuntos delincuentes. Que en Chile, funcionarios públicos como tú, han dejado ya, desde que comenzaron las protestas en octubre del año pasado, a más de 350 personas mutiladas. Tal vez todo eso te ayude a dormir mejor. Saber que la violencia no es solo cosa tuya sino parte de tu trabajo. Al fin y al cabo, tú no eres uno de esos herederos de los GAL, tú no eres matón a sueldo, un sicario, un mercenario.

Simplemente tuviste una mala tarde. ¿Quién no ha tenido una mala tarde? Vulneraste las dos misiones básicas que reconoce la constitución a los trabajadores como tú, es decir, “proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades, y garantizar la seguridad ciudadana”. Pero no pasa nada. En un par de días todo quedará olvidado, archivado. ¿Quién, en tu lugar, en tu difícil lugar, no habría hecho lo mismo? Actuaste, y eso te honra, con convicción, total independiencia, absoluta arbitrariedad y una violencia desmedida. Con brutalidad. Quizás fuiste un poli malo aquella tarde, pero fuiste muy hombre. Mandaste al hospital, de hecho, en un abrir y cerrar de ojos, a cuatro personas que defendían pacíficamente un derecho y clamaban por el reconocimiento de otro. Cuatro jóvenes de entre 17 y 19 años que cometieron el imperdonable delito de tener principios, empatía y valores. Conciencia de clase, que no es otra cosa que saber quién eres, dónde estás, de dónde vienes y actuar en consecuencia. Pero tranquilo, no quiero aburrirte. Todos esos valores de los que te hablo no tienes por qué aprenderlos ahora. Jamás te los inculcaron, no formaban parte del temario. Tendrás tiempo para hacerlo, ahora solo descansa, debes estar extenuado.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Lo que queda del fuego

La noche del 8 de septiembre, ardió en la isla griega de Lesbos el mayor campo de refugiados de Europa. Lo hizo con 15.000 personas dentro. Se habló poco de ello. Muy poco para la magnitud de la tragedia. Pero aunque pueda resultar extraño, cruel o paradójico, fue solo entonces, cercado por gigantescas columnas de humo, que se hizo por fin visible el campamento de Moria. Hizo falta que ardiera, que desapareciera aquel asentamiento vergonzante, inhumano, masificado, proyectado para 3.000 personas y acorralado desde marzo también por la pandemia, para que nos diésemos cuenta de que en realidad existía. Fue necesario el fuego. Y la ceniza. Porque nadie (o tal vez muy pocos) se habían percatado antes del incendio cotidiano que la propia vida en Moria, su sola existencia, suponía. Nadie se había molestado en tratar de descifrar las señales de humo.

Hoy, dos semanas después, los habitantes de Moria, en su mayoría ciudadanos afganos, sirios e iraquíes, han sido realojados a la fuerza en otro campamento cercano, insuficiente, construido a orillas de ese mar Mediterráneo que todavía separa, confina y contiene. Siguen estando allí como lo estaban antes de que las llamas aparecieran para calcinarlo todo, para arrebatarles su montón de nada, pero ya no los vemos. Otra vez no los vemos. Porque una vez extinguido el incendio vuelven a ser invisibles. Siguen estando allí porque también eso forma parte de las reglas del juego, que no tengan alternativa. Porque les es negada -supongo- a las personas, a algunas personas (las exiliadas, las desterradas, las desplazadas) la posibilidad de desaparecer dos veces.

Apenas un par de días después del incendio en Moria, fueron las calles de Bogotá, en Colombia, las que cedieron a la inercia del fuego. La chispa que encendió la protesta fue el asesinato, la madrugada del 9 de septiembre, de un ciudadano desarmado a manos de la policía. Un abogado de 46 años. Un padre de familia. Una persona. Las protestas ciudadanas, en señal de hartazgo y de repulsa, fueron violentas y duraron varios días. Las llamas de la ira. El impacto que tuvo el fuego en el imaginario colectivo fue, a grandes rasgos, el mismo. Fue necesario que ardiera Bogotá para que lejos de Bogotá se imaginase su malestar, se entendiese su denuncia. Y tuvo que morir un hombre, otro hombre, a manos de un agente uniformado, para que nos diésemos cuenta (otra vez) de que lo grave no es que muera un hombre, lo grave es que su asesino sea un policía.

También ardió en septiembre la Comunidad de Galicia, como ya había ardido antes, en agosto, Andalucía. Ardió con saña y sin control, como cada verano, devorando hectáreas y más hectáreas de montes y de fincas. Hectáreas que no son en realidad hectáreas (eso es apenas una unidad de medida) sino cultivo, vivienda, futuro y comida. Hectáreas de trabajo. Hectáreas de vida. Cuesta entenderlo, pero hace tiempo que en Galicia importa menos el control del fuego que el control de la ceniza.

Hoy todo pinta feo, todo huele mal, a chamusquina. Trump es candidato al Nobel de la Paz y hay dos por uno en mascarillas. Y en desalojos. Y en femicidios. También hay -quiero decir, sigue habiendo- contagios, muertes y confinamientos, estos últimos cada vez más selectivos. Lugares estigmatizados por sus tasas de Covid (Madrid, por ejemplo) y lugares estigmatizados dentro de esos mismos lugares por sus índices de renta (en Madrid, por ejemplo). Guetos grandes y pequeños construidos desde fuera para gestionar mejor una pandemia que pareciera que ya no va con nosotros, para protegerse de una segunda oleada que será un tsumani del que pasado mañana seguramente no nos acordaremos. Y que se llevará consigo definitivamente -así lo desean los que deciden- las pateras y las “distancias de seguridad” entre países. Y ya no habrá fuego, solo ceniza.

De esta -recuerdo que solía decir la gente, en relación a la pandemia, que cumple ya seis meses de vida- íbamos a salir más fuertes y más unidos, pero lo cierto es que salimos menos, más débiles, distantes y distintos. Se ha hablado mucho del Brexit últimamente y se ha señalado mucho, al hacerlo, al Reino Unido, pero el Brexit está también aquí, está en todas partes, el Brexit es todos los días. La fractura cada vez más evidente y las cicatrices más resplandecientes, más bellas y más dignas. Justo ahora que parecíamos un poco menos extraños, casi igual de vulnerables, zarandeados por el virus, aprendimos a maldecir bajo la mascarilla.

Leo, releo y suscribo como casi siempre -mientras escucho que ha llegado el otoño, que siguen confinando Madrid y que los incendios han sido sofocados por la lluvia- los “Poemas Humanos” de César Vallejo, ese escritor peruano y universal que decía tantas cosas con tan poca tinta: “Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir, ya lo decía”. Podrán seguir negando el fuego, pero no las cenizas.

miércoles, 19 de agosto de 2020

LAS BABAS DEL VERANO

Las últimas babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Las huellas de otros pasos 

que mordieron el anzuelo,

que perdieron la memoria.


En la orilla,

la lluvia efervescente de los mares, 

el frío champán que beben los cangrejos, 

el sueño gris de la garza blanca, 

el océano cojo y remoto.


Ni rastro de arrecifes de coral,

tan solo la calma sosegada,

el ritmo lento,

el vuelo raso de los dedos de los pies

deseando atrapar un racimo de viento. 


Bajo la arena, 

comienza a adivinarse la tormenta.

Se marchan todos.

Sólo quedan las babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Y las huellas de otros pasos

que perdieron el anzuelo,

que mordieron la memoria.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EL PRÓFUGO

Yo crecí en una época en la que en España estaba de moda ser juancarlista. Había otras corrientes, claro, pero esa era la mayoritaria. Había republicanos, porque nunca habían llegado a marcharse del todo; había monárquicos, porque la corona es algo de lo que en este país siempre se habla pero nunca se discute; y había personas a las que les traía sin cuidado -y les sigue importando poco- vivir bajo una forma de gobierno u otra. Pero lo que más había, los que realmente abundaban en aquel tiempo, eran los juancarlistas. 

Yo no soy monárquico, soy juancarlista”, solían decir sin titubeos, como si se tratara de cosas realmente diferentes, marcando distancia al hacerlo, al decirlo, entre el líder al que veneraban y la institución a la que este representaba, entre el rey y la corona. Eran tantos los juancarlistas, tan fieles y devotos, y era tal su nivel de gratitud hacia la figura de Juan Carlos I, que los índices de popularidad del monarca no dejaron de crecer durante décadas. El culto a la personalidad del jefe de estado, la beatificación y la sublimación de su carisma y una propaganda mediática inquebrantable, milimétricamente estudiada, hicieron el resto. Hasta que un día, por fin, para disfrute de los juancarlistas, el rey dejó de ser el rey para convertirse sencillamente en Juan Carlos. Aquel día se abrió también la veda, la barra libre. En sentido literal y figurado.

Nadie o casi nadie se había detenido a analizar antes cómo el rey Juan Carlos había llegado a convertirse en rey. O, mejor dicho, a nadie parecía importarle lo más mínimo. Porque su honradez y su talante compensaban sobradamente su vida y su obra y porque se trataba de dos valores que habían estado siempre fuera de toda duda. Juan Carlos había logrado granjearse además con el tiempo la fama de hombre común, de tipo corriente y de rey campechano, un oxímoron, por cierto, este último, de muy mal gusto. La manipulación y el lavado de imagen llevados a cabo desde diferentes ámbitos y esferas para justificar y perpetuar su reinado, había sido, por lo demás, asombroso. Todo encajaba, aunque faltaran piezas. El príncipe rescatado del exilio, apadrinado, educado y finalmente investido rey por Franco, había conseguido pasar a la historia convertido en el padre de la democracia. El hombre escondido tras el simulacro del 23-F había logrado erigirse en salvador de la Transición. Y el niño que con 18 años había matado sin querer a su hermano Alfonso, de 14, de un disparo en la cabeza, era hoy un anciano de una integridad moral inapelable. Y los juancarlistas sacaban pecho. Porque eran juancarlistas, no monárquicos.

Pero en 2012 las cosas comenzaron a torcerse. Las aficiones especiales, las filias especiales y hasta las amigas especiales del intachable rey Juan Carlos, que todos conocían pero que a nadie molestaban, que eran competencia suya y no del resto de los españoles, que no eran ni siquiera materia de estado sino, en fin, asuntos de Juan Carlos, se confabularon para jugarle una mala pasada. El rey se fracturó la cadera cazando elefantes en Botsuana en compañía de una de sus amantes mientras en España la crisis apretaba como una soga a casi todos los que no habían podido permitirse salir aquel fin de semana de safari. “Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, manifestó días después, en rueda de prensa y con rostro afligido, el jefe de estado. Y los juancarlistas, claro, lo consolaron.

Aquel pequeño escándalo, sin embargo, terminó por abrir la caja de pandora. Porque Corrina Larsen, la mujer con la que cazaba elefantes en Botsuana, reconoció poco después haber actuado como testaferro del rey, poniendo a la Fiscalía sobre la pista de unas cuentas abiertas a nombre del monarca en Suiza. Comenzaron a aparecer entonces las adjudicaciones del AVE a la Meca, las donaciones millonarias procedentes de Arabia Saudí, los indicios de corrupción y, finalmente, la sospecha más que fundada de un presunto delito de blanqueo de capitales. Para entonces, Juan Carlos I ya había abdicado en su hijo, Felipe VI, reservándose el título honorífico de rey emérito y asegurándose de paso una asignación bruta de 194.232 euros al año. Los juancarlistas aplaudieron también este gesto, la honestidad del monarca y su integridad moral a la hora de renunciar a su cargo.

Este mismo año, en plena crisis sanitaria y en un país gobernado por una monarquía bicéfala, es decir, duplicada, con dos reyes a la cabeza de una misma familia y dos asignaciones reservadas de los presupuestos del estado, se llegó a solicitar hasta en tres ocasiones la creación de una comisión en el Congreso de los Diputados para investigar las presuntas irregularidades cometidas por el rey emérito. Pero ninguna logró prosperar. Y todo siguió su curso normal, su curso de siempre, hasta que este mismo lunes vio la luz la famosa carta de despedida de Juan Carlos, el rey campechano. No iba dirigida al conjunto de los españoles, a los obstinados juancarlistas, a los republicanos, ni a los monárquicos, sino a su propio hijo. Estaba escrita de rey a rey. En ella, y en un último alarde de altura política, honradez humana e integridad moral, el rey emérito, el inviolable, el intocable, blindado ya por constitución, justicia, medios de comunicación y partidos políticos, anunciaba su intención de instalarse fuera del país “por la repercusión pública” -decía- “que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.

Que ayer, es decir, un día después del esperpéntico anuncio, ni uno solo de los grandes diarios generalistas de este país se haya atrevido a tildar abiertamente en su portada de engaño, subterfugio o artimaña la maniobra perpetrada por Juan Carlos I para tratar de burlar a la justicia, habla mucho del pobre estado del periodismo actual, del extraordinario poder de los grupos que lo manejan y de la amenaza real que representa el empleo sistemático de los medios de comunicación con fines propagandísticos.

Porque limitarse a encabezar la información principal de un periódico con titulares del tipo: “El rey emérito se va”, “se marcha” o “abandona España”, no es solo algo intencionadamente reduccionista, es también una falta de respeto grave, muy grave. A la verdad de los hechos y a la inteligencia de los lectores. Omitir de manera deliberada la información principal, es decir, callar sobre aquello que convierte a una noticia en noticia, suele decir a menudo mucho cosas. Frivolizar, relativizar o restarle importancia a un asunto que guarda relación con el cobro, de manera presuntamente ilegal, de tres comisiones valoradas en más de 300 millones de euros, no solo pone en tela de juicio la ética profesional de un medio sino que lo convierte automáticamente en cómplice. Y ayer (también otros días, pero sobre todo ayer) el rey emérito volvió a contar con la total complicidad y condescendencia de sus fieles aliados de siempre. Los juancarlistas. La noticia no era, no podía ser, que el rey se marchaba de viaje. La noticia era que el rey huía del país mientras estaba siendo investigado por la Fiscalía por un presunto delito fiscal de corrupción y blanqueo de capitales. Porque las vacaciones pagadas por todos de un rey hace tiempo que dejaron de ser noticia.

El rey emérito -conviene al menos tratar de dejar este punto claro- no es un exiliado, un desplazado, un refugiado o un migrante, ni siquiera un turista, es un fugitivo con todos los privilegios intactos y un prófugo de la justicia.


miércoles, 29 de julio de 2020

VARSOVIA

Es ya noche cerrada,

noche abierta en canal

en Varsovia.

Me duelen los párpados,

el coxis,

los veranos,

las ideas.

Y la luna me sabe a trigo.


¿Cuántos cuentos hace falta que te cuente

en esta noche polaca, infinita

para que te entre el sueño?

Y para mantenerte despierta,

¿cuántos secretos?

Hoy las tumbas

se construyen como los iglús,

desde dentro.


Es ya noche cerrada

en canal

en Varsovia.

Noche abierta.

Y a esta hora no nos queda nada nuestro.

La piel dura,

quizás,

cuarteada,

compartida,

y todo este silencio espeso.


Si la suma del blanco y el negro diera gris

al menos.


¿Cuánta nieve es necesaria,

dime,

esta noche en Varsovia

para evitar el deshielo?