A
mi abuelo
Jamás habría podido
imaginar que alguien pudiera estar acordándose de él desde tan lejos. Habría
sido inútil tratar incluso de explicarle dónde estoy, a qué distancia. Para
qué, si uno sólo es capaz de imaginar cuanto ha visto alguna vez, y de ver
cuanto alcanza a imaginarse.
De poco o nada serviría intentar hacerle
entender que aquí las calles son
distintas y que el olor es otro. Cómo explicarle, ahora que amanece tras sus
montes de siempre, verdes y ocres, que aquí anocheció hace apenas un par de
horas. Cómo explicarle -o mejor dicho, con qué palabras- que acaba de empezar
la primavera. Y que cuando la helada del invierno arruine las cosechas con su
frío aliento níveo, florecerán los paltos frente a las doradas costas del
Pacífico. De qué serviría obstinarse en contarle que los ciclos son aquí
distintos, contrapuestos, antagónicos -o mejor dicho, para qué- si tamaño
desorden mundial no es en absoluto responsabilidad suya.
Sin embargo, hoy
hubiera deseado poder contarle todo eso porque hoy he comprendido a qué se
refería cuando afirmaba que él nunca vivía en otoño. Porque cada vez que el verano languidecía con
sus colores macilentos y su inconfundible olor a hierba recién cortada, mi
abuelo ya estaba esperando la llegada de "a primaveira de outono". Así
llamaba él a la segunda primavera del año; aquella que precedía al invierno.
Cómo me hubiera gustado
ahora, en esta mañana de octubre, poder decirle que, una vez más, estaba en lo
cierto. Y reírme con él de la tremenda ignorancia que me ha llevado a viajar
miles de kilómetros en busca de esa primavera. A él no le hizo falta marcharse.
Una estación repetida tuvieron todos su años, que florecieron por partida
doble.