> Palabras y Placebos: diciembre 2014

martes, 30 de diciembre de 2014

SUEÑOS DE OTROS

Los problemas empezaron al poco tiempo de llegar a la ciudad, observando a un barrendero en una de las plazas del centro. Un tipo alto y desgarbado, casi rubio, demasiado blanco y demasiado serio. Bastante flexible, para a su altura, y muy eficiente. Nada parecía perturbarle, salvo todas esas cosas que ruedan. Todos esos residuos esféricos o semiesféricos dotados de cierta movilidad pese a su estática apariencia. La escoba los proyectaba lejos de sus dominios, a veces incluso al otro lado de la acera, ante su apaciguada ira y su incomprensión serena.
Estaba claro que existían cosas que, aún pareciendo inertes, manifestaban una clara oposición a ser inmovilizadas, a tornarse dóciles ante la escoba, los adoquines de la plaza y el recogedor. Algo parecido comenzó a suceder con mis sueños.

Aquella noche dormí intranquilo. Soñé con todas esas pequeñas cosas que ruedan en las plazas del centro y que los barrenderos se obstinan en capturar, con mayor o menor éxito. Mi desazón llegó con las primeras luces del día. Había soñado un sueño ajeno. Lo comenté con algunos amigos, de los que sólo recibí a cambio indiferencia y fingida compasión. Soñé durante cuatro o cinco noches más aquel sueño robado hasta que comencé a obsesionarme con otros seres anónimos y a ir apoderándome lentamente de todas sus fobias y preocupaciones, canalizadas a través de los sueños.

Una noche conocí a una chica cerca del muelle. Lloraba, pero parecía contenta. Me acerqué porque me gustó la imagen que proyectaba. Sus lágrimas caían al río en una suerte de lluvia salada. Le dije que si continuaba llorando de ese modo el caudal del río crecería hasta derribar los diques del muelle y anegaría toda la ciudad. No le importó demasiado. Continuó llorando y sonriendo con admirable intensidad. El caudal del río -debo reconocerlo- no se resintió en modo alguno. Mis sueños, en cambio, sí que lo notaron. Comencé a soñar con puertos y naufragios, y después con ríos e inundaciones, y más tarde con catástrofes oceánicas. No podía pegar ojo por las noches y sentía un pánico atroz cada vez que me disponía a meterme en la cama.
Ocurrió lo mismo con el equilibrista de la calle Somera y con el vendedor ambulante del Guggenheim. Semanas y semanas de sueños ajenos que terminaron por romper el frágil hilo que me mantenía unido a la realidad.

Prisionero de la locura, no me quedó otro remedio que idear un plan de suicidio. Me arrojaría -con vida y todo- desde uno de los puentes de mis sueños. El más cercano, por motivos de comodidad. Pero en aquella madrugada de insomnio especialmente húmeda, llamada a ser mi última madrugada de insomnio, volví a toparme con el barrendero. Lo abordé en plena calle para contarle lo de mi insomnio o, mejor dicho, lo de mis sueños, que deberían ser los suyos. Llegué incluso a relatarle con todo lujo de detalles mi plan de suicidio a la espera, tal vez, de que pudiese llegar a entenderme. Pero no sirvió de nada. Se limitó a observarme, impasible, con una mezcla de lástima y de sopor, sumido por completo en su tarea. Transcurrido un breve lapso de tiempo, decidí marcharme. Pero cuando me disponía a abandonar aquella plaza mal iluminada y a emprender con decisión mi camino hacia el puente más cercano para poner término de una vez por todas a mi miserable existencia, el barrendero se volvió para decirme:
- No te entiendo
- ¿Cómo?, pregunté rápidamente, creyendo que tal vez aquellas palabras procedían en realidad de mi cabeza.
 - Mire, no sé si mis sueños son sueños ajenos o sueños propios, pero le aseguro que no son los sueños que me gustaría tener. No conozco a nadie que sueñe lo que quiere. ¿Qué gracia tendría eso?
- ¿Gracia?, repliqué un tanto molesto, ¿quién está hablando aquí de algo gracioso? Simplemente trataba de explicarle que mis sueños son sus sueños, que no me pertenecen y que me he cansado de tener que convivir con ellos.
- Si tanto le molestan, ¿por qué no los olvida?, rechistó. Sueñe otra cosa o no sueñe nada, pero deje de joder a los demás con sus sueños.
- No son mis sueños, son suyos, le dije por última vez alzando la voz.
 - Pero ¿cómo se atreve?, me contestó, visiblemente enfadado, ¿qué sabrá usted lo que yo sueño o dejo de soñar?
- Sueña con todas esas cosas que ruedan -le espeté de pronto-, sin dejarle apenas tiempo para que terminase de hablar.
Al escucharlo, el rostro del barrendero cambió por completo. Dejó caer al suelo la escoba y rompió a reír de un modo incontrolable. Una vez que terminó de hacerlo, se acercó caminando hacia mí y me dijo:
- Los barrenderos no soñamos que barremos. Barremos y cuando terminamos de barrer nos vamos a casa y continuamos con nuestra vida. ¿Quiere que le dé un consejo? Haga usted lo mismo.

Me marché sin despedirme. Regresé a casa y tardé casi una hora en quedarme dormido. Aquella noche volví a soñar con mis cosas. Soñé con mi estúpido y rutinario trabajo de entrevistador. Soñé con Aurora dirigiéndose al baño y pensando, tal vez, en escribirme una carta de amor. Soñé con mi madre y con mi hermano, y también con aquel tipo que conocí la otra noche cerca de la universidad y que me aseguró que sabía imitar a la perfección el sonido que emiten todos los insectos cuando están contentos. Soñé, en fin, mis sueños de siempre, y comprendí al despertar que no hay nada más aburrido que los sueños propios. Porque, después de todo, los sueños de uno no son más que la prolongación de las inquietudes diarias que uno tiene y que terminan traspasando el umbral de la vigilia para que no nos olvidemos de que existen.

Soñar un sueño ajeno resulta, sin embargo, mucho más excitante. Ahora que lo pienso, ¿soñará el equilibrista de la calle Somera que pierde el equilibrio?. Esta misma mañana he recibido una carta, pero no era de amor.

jueves, 18 de diciembre de 2014

APARATOS ELÉCTRICOS

Repueblan los bosques con ciudades.
Suspira el asesino por un beso.

Sale más cara la carne de res muerta
que la res de carne y hueso.

Y el chico fantasea con morir
porque es muy joven.

Y el viejo fantasea con vivir
porque es muy tarde.

Y al amanecer
es lunes y es invierno,
y tiemblan en los hogares,
de pura seguridad,
los aparatos eléctricos

La madre
que vive sin sus hijos
se resguarda con sombrilla
de las sombras.

Los peces de colores del futuro
nadan mejor en mares de cemento.


lunes, 1 de diciembre de 2014

INVISIBLES

La estanquera era vieja pero trabajaba con eficiencia, incluso con cierta celeridad. Tenía una divertida línea de tinta azul pintada en la cara que cruzaba su mejilla izquierda de manera transversal. Pedí un paquete de tabaco, traté de sonreír con todas mis fuerzas y regresé a la calle.
Allí estaban todos, cada uno a lo suyo, tratando inútilmente de convencerse a sí mismos de que estaban solos en el mundo. Pero no lo estaban -al menos en un plano físico-, de manera que dediqué algunos minutos a escudriñar sus rostros impasibles, vaciados por el cansancio y las primeras luces del día. Los miraba directamente a los ojos porque quería que también ellos tuviesen que mirarme. Trataba de restituirlos modestamente a aquel espacio concreto en que nos encontrábamos, a aquel cuadrante perfecto e irrepetible que conformábamos ellos, yo, y a veces un semáforo en ámbar o un camión mal estacionado.
Aquel ejercicio me llevó a pensar de nuevo en la estanquera. Deseé interrumpir mi paseo predefinido y regresar al estanco y comprar otro paquete de cigarrillos, sonreír ampliamente a la vieja o advertirle al menos de que alguien, tal vez ella misma, había dibujado una línea en tinta azul sobre su cara. Pero no lo hice, acaté mi papel de transeúnte, me volví también invisible -salvo para algunos niños- y dejé de fantasear.
En mi camino pasé al lado de un parque y descubrí a un hombre imitando a una oveja. Supuse que estaba loco. Pensé entonces en las ovejas y en lo raro que me hubiera resultado descubrir a una oveja tratando de imitar a un humano. Sentí pena por las ovejas y también, aunque en menor medida, por aquel hombre que -lo supe más tarde- únicamente pretendía no ser invisible.
Hacía bastante calor. La primavera comenzaba a dibujarse en los escaparates y en las sombras que proyectaban en el suelo las siluetas de algunas galerías de la zona vieja. Entré en la administración y aguardé mi turno. Había un hombre bastante alto que había perdido el suyo. En realidad no había perdido el turno sino su número, pero en la administración cada persona es un número y él ya no era ninguno. Me senté en un sillón realmente confortable junto a otros números. Yo era el ciento ochenta y siete. Había también una madre llamada ciento sesenta y dos, y un bebé que no tenía número. Ambos fueron atendidas antes que yo. Al hombre bastante alto que había perdido su número trataban infructuosamente de explicarle el sistema de lista de espera de aquella silenciosa administración. Parecía furioso. Donde ellos veían números él sólo alcanzaba a ver personas. No entendía en qué momento exacto se había vuelto invisible. Resolvieron atenderle de todos modos.
Al cabo de un rato me llamaron por mi nombre
 -¡Ciento ochenta y siete!
 -Soy yo, dije, y abandoné mi sillón.
Al salir me despedí educadamente de la chica de información, que estaba sentada muy cerca de la puerta.
-Adiós número uno, le dije.
-Que tenga una buena mañana, ciento ochenta y siete, me respondió.

Regresé a casa un poco triste, en parte porque no dejaban de salir y de llegar trenes y yo no viajaba en ninguno; en parte porque llevaba ya un buen rato dudando de mi visibilidad. Pensé que podría tratarse de un sueño, de modo que me detuve sobresaltado frente al cristal de una lavandería y me miré. Allí estaba yo. Y ellos. Respiré aliviado, puede que incluso un poco orgulloso. Definitivamente no estaba soñando. No hay espejos en mis sueños. Y sospecho que tampoco en los de la estanquera.