Exiliados
en la noche interminable de un abrazo
recibimos
cartas de desahucio, postales mudas.
Aceptamos
que nos requisen las pisadas,
que
nos obliguen a andar descalzos y sonrientes.
Tratamos
de que no se nos note el hambre, ni la fiebre,
de
que no se nos note tampoco la esperanza.
Eran
tiempos difíciles,
de
suicidios cotidianos, espantosos,
de
afilado amor en dientes de leche,
de
vuelos breves, rasos, silenciosos,
de
fruta seca y de charcos y de sombra.
Eran
tiempos anodinos, laberínticos,
encerrados
en un planeta demasiado pequeño.
Eran
tiempos de noches sin soles.
Eran
tiempos de polvo en el aire.
El
peso del mundo era insoportable
y
las rocas se volvieron blandas,
y
los besos se tornaron ácidos,
y
tuvimos que limarnos las garras
para
poder seguir acariciándonos,
mintiéndonos,
cantándonos
canciones al oído
que
no consiguieron conmovernos.
Tú
tenías ganas de llorar y de matarme,
pero
eras todavía dulce, todavía lánguida.
Yo
tenía el corazón tallado en piedra de obsidiana,
como
un arma azteca.
Tú
seguías pareciéndote a la luna
y
yo cada vez me volvía más selénico.
Luna
tú y yo también luna,
pero
luna emigrante, luna errante,
a
punto de apagarme o de apartarme de tu luz.
Qué
sentido podía tener que dos lunas vivieran juntas.
Para
quién, entonces, las miradas.
Para
quién tantas espinas.
Para
quién la oscuridad.
En
mitad de la noche, de pronto,
una
luz negra,
entre
nosotros,
de
nuestro lado,
dejándonos
respirar.
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