Aquel verano
debió durar doce meses y todos los días fueron iguales. Salvo el último. La
liturgia era siempre la misma. Bajar corriendo a la playa, cuando el reloj de
la pared marcaba las cuatro en punto, tumbarnos sobre la arena y hablar de la
casa verde. Era un rutina sencilla, en cierto modo perfecta, que concluía
indefectiblemente a la hora del crepúsculo, cuando bajo cualquier pretexto, tú
te hacías la muerta. Transcurrido un rato, resucitabas, y regresábamos al pueblo.
En aquel aletargado
lugar, todos se morían los domingos, y los otros, los demás, los sobremurientes, se pasaban las tardes enteras
hablando de sus muertos. Y salían a la calle y leían las esquelas y se
lamentaban y se persignaban y tú solías decir que también ellos estaban
muertos.
Pero nosotros
no lo estábamos. Y recuerdo cómo nos reíamos leyendo las esquelas, almorzando
deprisa, entre muerte y muerte, revisando continuamente el reloj de la pared, aguardando
a que llegase el momento, a que fuese de nuevo la hora de bajar a la playa. La
hora del baño y de la casa verde.
Jamás
llegaste a explicarme qué tenía de especial aquella casa, encaramada en lo alto
de la colina, y tampoco yo traté de averiguarlo, porque no necesitaba saberlo.
Prefería que todo siguiera siendo igual, como lo había sido siempre. El juego,
después de todo, estaba dado en esos términos.
Pero un día,
de repente, las cosas se torcieron. Tú viniste a casa pronto, algo que jamás
hacías, para decirme que tu padre había muerto. No recuerdo si llorabas, lo
único que recuerdo es que no bajaste a la playa aquella tarde, a la hora
acordada, ni tampoco las siguientes.
Tu padre lo
había estropeado todo. Ahora era su nombre el que salía en las esquelas, el
muerto a la hora del almuerzo. Pero era un muerto de verdad, que no fingía, que
no había entendido las reglas del juego.
Creo que fue
esa misma semana cuando os marchasteis.
Yo seguí
bajando a la playa durante algún tiempo, hasta que un día, simplemente, deje de
ir. De pronto, me pareció estúpido e impostado todo aquello.
Es posible
que te parezca extraño, pero tampoco visité jamás la casa verde. Hoy, de aquel
verano interminable, vaciado de tiempo, sólo consigo recordar tu silueta,
petrificada sobre la arena, aparentemente inerte.